Un árbol
se paró tan contundentemente frente a mis ojos que fue prácticamente inevitable
no pensar en la plaza. Las plazas. La plaza que lleva tu nombre.
Me pregunté, entonces, quién habrá sido el absurdo que pensó,
alguna vez, que ponerle a las plazas nombres de mártires, inmaculados héroes de
la nación, guerras, presidentes o bohemios era una opción inteligente. Todos aquellos
que fuimos primer beso de delantal arrugado a la salida del colegio sabemos que
las plazas (y también los parques, mismo embrión de esa gestación) llevan
nombres propios, sin apellido, claro, porque no es necesario. Si tan sólo con
el nombre alcanzamos el rostro, y basta tan sólo ese rostro para pensar en esa
plaza. Con los años, las plazas se convierten en esquinas, las esquinas en
estaciones de subte, y las estaciones de subte en asfaltos. Calles, veredas,
avenidas. Buenos Aires es un mar de rostros que nunca conoceré pero que todos
pensamos, con la nostalgia porteña, única del que es de acá.
Un árbol
se paró tan contundentemente frente a mis ojos que tu plaza se hizo presente en
mi memoria y en la calle. La calle se hizo plaza, y la plaza, tu plaza, buscó
un nombre colectivamente aceptado que no recordé, que no recuerdo y que,
pensándolo bien, tampoco pretendo recordar…de todas formas ya es tuya.
El
banco, el pasto, los chicos. El arenero, los juegos, los gritos. El sol de tres
de la tarde rayó las hamacas, y los chicos corrían viciados por el crujido de
sus suelas contra el piso, las piedritas naranjas. La calesita giraba, pesada
de pasado, y el aire se hizo todo olor a garrapiñadas, dulce, tan dulce como
vos regalándomelas. Tenés doce años. ¿Lo pienso o lo digo? Me río. Te reís. Y
no te das cuenta de que ese aire es todo vos, con el olor, con el sol, con las
piedritas. Sos todo vos en las corridas infantiles, y esas suelas desgastadas
tendrán siempre un poco de plaza, un poco de vos y un poco de mí, de esto que
fuimos mientras éramos eternos. Fue eterno y es eterno. Sos plaza, hamaca, sol,
rayón, grito, juego, bocina, avenida, asfalto. Sos el empedrado debajo de ese
asfalto. Siempre lo serás y no te das cuenta. No nos damos cuenta.
Un árbol se paró tan contundentemente frente a mis
ojos que tu plaza se hizo presente, y la doblé. La doblé en cuatro. La gente me
miró doblar nuestra plaza, puso cara de asco y les dije que no es nuestra, que
es sólo tuya, tu plaza, pero no me escucharon y siguieron caminando. Caminan, ¿no
te molesta? No. Evidentemente no. Pero es tu plaza, no la mía. Así que trago el
sin sabor de mis ganas de guardarla en mi bolsillo, trago el aire que ya emana
ese olor, la dulzura, lo trago. La suelto. Se abre. Y la gente ya no camina. Se
estira la plaza, se alarga, como si se desperezara y Corrientes es plaza. La
gente no camina, para y corre. Corre a tu plaza, y yo los dejo. Dejo que se
acerquen, que la miren, la toquen, la prueben. Yo los dejo y ellos me pisan, y
entran. Y me olvidan. Yo sonrío.
Un árbol se para tan contundentemente frente a mis
ojos que tu plaza se hace presente, y la doblo. Creo que jamás fue mía.
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